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CIUDAD TOMADA

(Enviado por Javier Gimeno)

Han llegado uniformados en alegres oleadas, portando mochilas y recitando cánticos, guiados por jefes ataviados con hábitos medievales o camisas negras; pertenecen a todas las razas y exhiben, además de su juventud, una fe unánime y excluyente, las banderas de su país y ornamentos ceremoniales. Han llegado para exaltar a su líder.

Dicen que su casa es el mundo, y con esta hipótesis se mueven por nuestras calles como excursionistas exaltados; invocan a un dios único, que dicen que es amor y paz, y gritan el nombre de su representante, un hombre vestido de blanco, con rasgos de benevolencia luciferina, que se traslada en una burbuja motorizada y mueve un brazo bendiciendo multitudes, hablando todos los idiomas, acompañado de un tropel de sacerdotes protegidos del sol con paraguas blancos.

Las hordas, a su paso, gritan consignas y celebran su advenimiento, y su felicidad es tan ostentosa que, cuando coinciden entre dos calles, se reconocen en la inhibición de no saquear la ciudad, entregada para que la corrompan con su júbilo, y los transportes municipales los acogen y expulsan para facilitar sus maniobras de conquista.

Su alegría es enojosa y acaso histérica, pero también cándida, y aunque su diseminación es una pesadilla, los comerciantes están satisfechos con la invasión, pues oyen con más frecuencia el tintineo de las cajas registradoras. Hay quien dice, con el temor a lo desconocido, que tal vez nunca regresarán a sus hogares, que habrá que soportarlos para siempre. Pero probablemente sea un rumor infundado, una táctica de aturdimiento.

No pueden quedarse para siempre; nos mataría su permanencia; son demasiado gregarios, demasiado obedientes; sus familias les esperan en su país de origen y no pueden defraudarles; sin el testimonio de las fotos que declaran su participación en la baraúnda, a sus padres les arrasaría la decepción. Así que esto tendrá que acabar.

Pero ¿y si se confirma el rumor? ¿Y si la hospitalidad nos impone una invasión definitiva? ¿Deberíamos renunciar a nuestras costumbres? ¿Retroceder al paso de sus comitivas? ¿Aceptar los designios de su dios? ¿Vestir como ellos, reír como ellos, sudar en las aglomeraciones como ellos, pensar como ellos pensamientos blancos? ¿Aprenderíamos sus rezos y los compartiríamos y balbucearíamos antes de comer, antes de salir a la calle, antes de dormir? ¿Embeberíamos nuestro corazón con las proclamas de su líder? ¿Podríamos respirar así, anulados, y a eso lo llamaríamos vivir?

Estas termitas amarillas, verdosas, azuladas, rosadas y abanderadas han pervertido el rumoroso aire de nuestros árboles y la templada luz de verano que sosegaba nuestra soledad. ¿Cómo recuperar ahora aquel aire y aquella luz? La violencia no figura en nuestras rutinas y el rechazo es insuficiente o inútil. ¿Por qué lo soportamos y cómo podremos defendernos?

Algunos grupos, los menos indulgentes, o que toleran peor las secuelas derivadas de la fe, acaso porque se ven reflejados en la intolerancia, han convocado marchas de oposición y han recurrido a denostar a su dios y su líder. Se han enfrentado a pequeñas camarillas de fervorosos, y los han aislado en plazas, a la entrada de hamburgueserías, en marquesinas de paradas de autobús, con el fin de aturdirlos y ridiculizarlos.

Pero ellos se arrodillan y alzan los brazos a su dios, mostrando sus artilugios de oración, como si ellos fueran los perseguidos, y con sus caras de beatería transforman a los disidentes en demonios. La policía, en lugar de proteger la ciudad, protege sus rezos y carga contra la indignación de los ciudadanos relegándolos a las tinieblas. ¿Cómo soportar tanta vejación?

La mayoría, sin embargo, si se lo permiten sus recursos, ha huido a otras provincias, o se ha encastillado en sus casas al comprobar que las calles, con esas masas de corazones exaltados, están irreconocibles.

Por lo demás, no pueden salir a las calles sin riesgo de verse asaltados por riadas de enaltecidos con un plano en la mano, porque son invasores pero se han extraviados y así nos transfieren el extravío. Y de ahí resulta una experiencia desconcertante, aunque en esa desorientación tal vez resida su flaccidez. Pero conviene aceptar que se trata de una invasión tan desmadejada que lo que han logrado ha sido más bien un avasallamiento.

Avasallaban con su ingenuidad, con sus caras higiénicas y resplandecientes, con sus gorritos de exploradores de salón, con sus camisetas y pantaloncitos que dejan ver una carne remisa a los besos, y si entre un fervoroso y una fervorosa se cruza una mirada lúbrica, enseguida se oye el megáfono del responsable del grupo, y el grupo entonces se reorganiza en una fratría unívoca que niega la sangre encendida, y al instante todos beben agua en botellas de plástico siempre renovadas, beben del manantial de su vergüenza para calmar la sed y lavar las culpas.

A eso han venido, a perdonarnos nuestros errores, a cubrir con un manto de rezos lo que nos hace desdichados. Quieren hacernos felices, como si la felicidad fuera la respiración de las estrellas, como si la felicidad bastara para negar a la muerte, como si las estrellas muertas no brillaran en el esplendor nocturno.

No saben que la desdicha es nuestra fuerza, que vivimos gracias a la postergación del amanecer, que el amanecer se frustra con el alba y nosotros preferimos el maravilloso engaño de los sentidos. En nuestra desgracia no hay futuro memorable, porque la memoria fosiliza lo que conserva; no hay en nosotros nada más que permanencia en la oscuridad.

¿Cómo decirles que no necesitamos ninguna vocación celeste, que estamos arraigados en el instante desconocido, en la amable ignorancia de no ser nunca rescatados, en la dulce agonía de las rosas que se consumen?

Se irán, definitivamente tendrán que irse. Y con la ciudad despoblada de su certidumbre, volveremos a la soledad que no colabora en la agitación de los mercados ni aplaude los pactos de los mandatarios. Que se vayan con su dios y sus mártires y que se ocupen de sus enterramientos. Que recen, canten y den saltos de alegría. Allá ellos con sus ceremonias.

Nosotros seguiremos buscando el aire estremecido en las acacias y la luz que se desprende de sus hojas y cae al suelo con un destello que nunca se repetirá. La desgracia de no ser hijo de nadie tiene estas recompensas. Que los así llamados hijos de dios se reúnan en los templos y se distraigan del descubrimiento de sus cuerpos.

Nosotros seguiremos aquí, sin identidad, amenazados pero vivos, rechazando los símbolos de la redención, solícitos a la pulsión de la carne que hace bendito el deseo.

Nuestra condición es la esperanza nunca cumplida. Y la esperanza es no saber que hay esperanza.

Francisco Solano

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