LA ÚLTIMA CRUZADA
Enviado por Estado Laico
Autor: Pedro Salinas
Vuelvo al tema de la despenalización del aborto porque veo que los sectores eclesiásticos están más erizados que un puercoespín estresado, y se han obsesionado con el asunto como si se tratara de la última cruzada. No solo en el Perú, ojo, sino en todas partes. Acá, ya hemos visto, a los defensores de la legalización se les ha llamado terroristas, Herodes, asesinos, machistas, ogros, íncubos; y monseñor Cipriani, en un gesto que no pudo ser más dramático, se ha ofrecido a hacer de nana, de Mary Poppins sin paraguas. “No aborten, dénmelos a mí”, ha dicho compungido. En Colombia, donde desde hace tres años se ha despenalizado la interrupción voluntaria del embarazo en los casos de violación, malformación del feto y cuando la salud de la madre está en riesgo, la Iglesia Católica ha anunciado que va a desacatar la ley que promueve la difusión de los derechos sexuales y reproductivos en los colegios. “Los educadores católicos no vamos a enseñar eso”, ha sentenciado el portavoz de la Conferencia Episcopal colombiana. Y situaciones similares se han suscitado en Brasil, República Dominicana y Nicaragua. En Uruguay, la jerarquía católica ha llegado a afirmar que las mujeres carecen de la condición fundamental del libre albedrío como para poder decidir sobre su cuerpo.
El más reciente arrebato acaba de ocurrir en España, donde el secretario general de la Conferencia Episcopal española ha amenazado con excomuniones, acusaciones de herejía y apostasía, a aquellos políticos que osen justificar la legalización del aborto. De esta manera, la Iglesia Católica se ha pintado la cara de azul, en plan William Wallace, y se ha declarado en guerra abierta contra el aborto, reaccionando furibundamente, blandiendo el Código de Derecho Canónico, sin admitir discusiones, persiguiendo con saña a quienes se aventuren a contradecirla, y, eso sí, sin pretender siquiera abordar el tema de fondo, que es uno de salud pública y está propiciando la muerte de miles de mujeres, víctimas de infecciones provocadas por abortos clandestinos, realizados en ambientes infectos sin mínimas condiciones sanitarias.
Es que la iglesia, si no se han enterado, se cree con atribuciones para entrometerse en la vida personal de los ciudadanos y para entorpecer e impedir los derechos sexuales de las mujeres. Más todavía. Pretende simplificar el asunto entre los que están a favor o en contra de la vida, como si los que proponen la despenalización fuesen promotores del aborto o partidarios de la muerte, tergiversando la verdad, sugiriendo falsas dicotomías, porque, que yo sepa, nadie está fomentando el aborto. ¿Acaso no se dan cuenta de que con esa mentalidad prejuiciosa, de connotaciones dogmáticas y autocráticas, empeñada en ordenarnos y arreglarnos la vida, como si fuésemos borregos y ellos los dueños de la moral, son tan nocivos como el fundamentalismo islámico?
Vamos, señores ensotanados, tranquilícense un poco, tomen un poco de vino, y déjense de intimidaciones, que ese es el lenguaje de la Inquisición, y, claro, miren la realidad sin ideas preconcebidas y cierta dosis de responsabilidad.
Lo curioso es que, en paralelo a esta chilla de fetólogos y embrionólogos con crucifijo en el pecho, casi ha pasado desapercibido el escándalo de Boston, donde diversas diócesis católicas se han acogido ya al Capítulo 11 de la Ley Federal de la Bancarrota para evitar pagar más indemnizaciones a los cientos de niños que fueron abusados y violados por sacerdotes católicos durante los últimos años.
Si uno fuese malpensado, podría inferirse que todo este bullicio antiabortista no es sino una cortina de humo, una maniobra desesperada para distraer la atención y atenuar el desmesurado baldón de los curas pedófilos, que afecta y estigmatiza a la institución católica y la persigue como una sombra, porque ahí sí, al revés del aborto, no hubo gañidos ni estridencias, sino afasia, discreción, secreto. Mutismo sepulcral. Peor todavía. La Iglesia Católica encubrió a sus sacerdotes pervertidos, les cambió de parroquias en lugar de expulsarlos de sus filas, apeló a sus contactos para eludir el ruido mediático, y les pagó a las víctimas para sortear las denuncias.
Pero no. No, señor. No seremos malpensados. Asumiremos que se trata, digamos, de una infeliz y extraña coincidencia. Ah, y por favor apaguen los Zippos, que en estos tiempos ya no hay hogueras. Digo.
El más reciente arrebato acaba de ocurrir en España, donde el secretario general de la Conferencia Episcopal española ha amenazado con excomuniones, acusaciones de herejía y apostasía, a aquellos políticos que osen justificar la legalización del aborto. De esta manera, la Iglesia Católica se ha pintado la cara de azul, en plan William Wallace, y se ha declarado en guerra abierta contra el aborto, reaccionando furibundamente, blandiendo el Código de Derecho Canónico, sin admitir discusiones, persiguiendo con saña a quienes se aventuren a contradecirla, y, eso sí, sin pretender siquiera abordar el tema de fondo, que es uno de salud pública y está propiciando la muerte de miles de mujeres, víctimas de infecciones provocadas por abortos clandestinos, realizados en ambientes infectos sin mínimas condiciones sanitarias.
Es que la iglesia, si no se han enterado, se cree con atribuciones para entrometerse en la vida personal de los ciudadanos y para entorpecer e impedir los derechos sexuales de las mujeres. Más todavía. Pretende simplificar el asunto entre los que están a favor o en contra de la vida, como si los que proponen la despenalización fuesen promotores del aborto o partidarios de la muerte, tergiversando la verdad, sugiriendo falsas dicotomías, porque, que yo sepa, nadie está fomentando el aborto. ¿Acaso no se dan cuenta de que con esa mentalidad prejuiciosa, de connotaciones dogmáticas y autocráticas, empeñada en ordenarnos y arreglarnos la vida, como si fuésemos borregos y ellos los dueños de la moral, son tan nocivos como el fundamentalismo islámico?
Vamos, señores ensotanados, tranquilícense un poco, tomen un poco de vino, y déjense de intimidaciones, que ese es el lenguaje de la Inquisición, y, claro, miren la realidad sin ideas preconcebidas y cierta dosis de responsabilidad.
Lo curioso es que, en paralelo a esta chilla de fetólogos y embrionólogos con crucifijo en el pecho, casi ha pasado desapercibido el escándalo de Boston, donde diversas diócesis católicas se han acogido ya al Capítulo 11 de la Ley Federal de la Bancarrota para evitar pagar más indemnizaciones a los cientos de niños que fueron abusados y violados por sacerdotes católicos durante los últimos años.
Si uno fuese malpensado, podría inferirse que todo este bullicio antiabortista no es sino una cortina de humo, una maniobra desesperada para distraer la atención y atenuar el desmesurado baldón de los curas pedófilos, que afecta y estigmatiza a la institución católica y la persigue como una sombra, porque ahí sí, al revés del aborto, no hubo gañidos ni estridencias, sino afasia, discreción, secreto. Mutismo sepulcral. Peor todavía. La Iglesia Católica encubrió a sus sacerdotes pervertidos, les cambió de parroquias en lugar de expulsarlos de sus filas, apeló a sus contactos para eludir el ruido mediático, y les pagó a las víctimas para sortear las denuncias.
Pero no. No, señor. No seremos malpensados. Asumiremos que se trata, digamos, de una infeliz y extraña coincidencia. Ah, y por favor apaguen los Zippos, que en estos tiempos ya no hay hogueras. Digo.
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