MICHEL ONFRAY Y LA ATEOLOGÍA
La enseñanza religiosa difundida por los tres monoteísmos que hoy imperan: el judaísmo, el cristianismo y el islamismo, se basa en textos de los cuales se desprenden aberraciones y contradicciones, cuyo objetivo es el de confundir a los hombres y de llevarlos a aceptar una cultura de la sumisión y de la violencia. Es la tesis que Michel Onfray([1]), ferviente adepto de Nietzsche, defiende en su libro "Tratado de ateología”([2]).
En su obra, producto de un detallado trabajo de investigación, el autor nos presenta una versión particular del origen de las fuerzas que han motivado a la formación de los corpus ideológicos de las religiones monoteístas y a su filosofía de sometimiento.
Para poner fin a la influencia nefasta que las religiones monoteístas ejercen sobre el hombre, Onfray preconiza una desalienación del mundo, que sólo se podría realizar mediante una descristianisazión del mundo y la propagación de un ateismo activo que serviría para crear otro mundo en el que las sociedades serían emancipadas y el hombre y la mujer gozarían de un estatuto igualitario.
Para Onfray, el monoteísmo nació de las duras condiciones geográficas y climáticas propias a los países del Medio Oriente. Son esas adversidades provocadas por la naturaleza, como las frecuentes sequías, que habrían contribuido a que el hombre inventase una vida en el más allá y un mundo más acogedor, metaforizado en el concepto de paraíso, que compensasen las miserias de esta tierra. En otras palabras, las religiones monoteístas habrían surgido del delirio de la impotencia frente a la naturaleza, y del espejismo.
Vistas desde esa óptica, las religiones monoteístas aparecen como opuestas a la filosofía y la razón, pues alienan la conciencia racional del hombre y hacen de éste un ente obediente que reprime sus pulsiones – particularmente las que gobiernan su libido –. Tanto el judaísmo cristiano como el islamismo odian a la inteligencia, a la reflexión, al hombre como creación material, y más aún a la mujer, que consideran viciosa y pérfida.
El cristianismo es, en este aspecto, sumamente despectivo para con el sexo femenino, pues ha transformado la Pandora de la mitología griega en el arquetipo de la mujer. La Eva de la Biblia, madre de todas las mujeres, no es otra cosa que una seductora que no supo reprimir sus pulsiones perversas y abrió la caja prohibida de la cual salieron las tentaciones pecadoras, es decir, en realidad, la curiosidad por descubrirse a sí misma, y conocer al Otro y al mundo.
Por culpa de ella, todas las mujeres fueron castigadas y forzadas a asumir un rol único, el de madre no pensante a la que se le rechaza el derecho de gozar y sobre todo de instruirse, porque evidentemente el conocimiento la llevaría a cuestionar los mismos postulados religiosos que modelan su comportamiento y modo de pensar.
Onfray afirma que desde su creación, el judaísmo, el cristianismo y el islamismo edificaron, a través de sus respectivos libros básicos el Talmud, la Biblia y el Corán, una enseñanza segregacionista que promueve la exclusión de los que no pertenecen a su grupo de conversión y también de otras razas. Por lo tanto, la implementación de sus preceptos y su endoctrinamiento siempre han dado lugar a efusiones de sangre y a vastas operaciones de destrucción.
Es así que la conversión al cristianismo del Emperador Constantino en el siglo IV de nuestra era ha marcado el inicio de una lucha sangrienta contra el politeísmo todavía vigente en esa época y contra la alteridad de cultura, creencias y prácticas seculares.
Según Onfray, Constantino, el primer “gran emperador cristiano convertido de Roma”, representó una calamidad para el Occidente por haber ordenado las primeras destrucciones colosales de libros. Bajo su reinado, simbolizado por un proceso de vandalismo despiadado acompañado por persecuciones masivas contra los no-cristianos([3]), se arrojaron siglos de investigación en el fuego de las hogueras. A través de este modus operandi bárbaro, el emperador inmoló la sabiduría filosófica y científica de los antiguos griegos y orientales en el altar de la intolerancia y de la vanidad.
Estas prácticas salvajes fueron luego retomadas y aplicadas a los no musulmanes([4]) por los islamistas, que éstos consideraban como seres inferiores. Desgraciadamente, esta actitud propensa al vandalismo y al salvajismo, cuya expresión máxima se cristaliza en genocidios realizados en nombre de un Dios intolerante, no se limitó a los primeros siglos de la historia de los monoteísmos. Más bien, perduró y, a lo largo del periodo medieval, la Iglesia fue, en muchos sentidos, la entidad castradora de varias percepciones alternativas del universo y la promotora de persecuciones crueles. Su sectarismo dio lugar al establecimiento de dispositivos de represión que instancias gubernamentales y clericales legitimaron.
Uno de los casos más conocidos es el de la vergonzosa Inquisición, que se dirigía no solamente contra los heréticos, sino contra todos los que no se sometían incondicionalmente a las aberraciones cristianas en materia de creación y de visión del mundo. Giordano Bruno, uno de los primeros racionalistas de la historia moderna que creía firmemente en el hombre y rechazaba la justificación por la fe([5]), es un ejemplo de esos desafortunados mártires salvajemente condenados por la Iglesia. La Inquisición lo hizo quemar en Campo de’ Fiori, Roma, no por haber refutado la existencia divina - el mismo era dominicano - sino porque veía a Dios en cada elemento del universo y de la tierra.
El enfoque panteísta de Bruno no era la única amenaza sino que, además, la imagen que ofrecía de un universo ilimitado era un verdadero peligro para el cristianismo y su percepción del mundo visto como cerrado y sin vacío. Con sus planteamientos, Bruno convertía a la Tierra en un cuerpo dentro de una infinidad de cuerpos([6]) y le quitaba toda la exclusividad y la autoridad que ésta se había ganado al ser presentada como un orbe en medio del universo a los alrededores del cual giraban los otros planetas.
Una cosa similar, aunque su final no fue tan brutal, sucedió con Galileo en la década del 30 del siglo XVII, cuando la Iglesia lo acusó de herejía por sus tesis relativas al heliocentrismo. Spinoza también fue víctima de esta intolerancia, dado que sus libros fueron prohibidos por la Iglesia hasta antes de haber sido escritos. Por desgracia, esos casos representan sólo un número ínfimo de las múltiples personas que ciertos eclesiásticos sadistas enviaron a la hoguera por ser “herejes” o ejercer la "brujería".
Onfray alega que el oportunismo de los representantes del cristianismo frente al invasor romano en la Judea antigua es de la misma índole que aquello que llevó a las altas instancias eclesiásticas cristianas a callar y a aceptar las posiciones favorables al genocidio que perpetraron los nazis sobre los judíos y otros grupos que consideraban, en términos raciales y biológicos, como “inferiores”.
En ese contexto, no sorprende entonces que en la lista de los libros prohibidos por la Iglesia, figuran, por lo que se refiere al siglo XX, los libros de Sartre, de Beauvoir, Gide[7], entre otros, mientras que el "Mi lucha" de Hitler no fue, hasta el día de hoy, objeto de ninguna condena por el ente que dice representar la moral y el bien.
Es menester mencionar que Hitler, a su vez, no se privaba de hacer un uso oportunista de la Biblia al retomar del Evangelio según San Lucas la célebre frase de Jesús, que dice: "Quien no está conmigo está contra mi ([8])", a fin de legitimar su estrategia belicista global.
Los instrumentos ideológicos de esas religiones monoteístas son, como lo hemos mencionado, el Talmud, el Antiguo y Nuevo Testamentos, y el Corán.
Contrariamente a lo que se les predica a los fieles, los contenidos de esos libros declarados sagrados no han sido elaborados bajo el monitoreo de Dios, sino que han sido confeccionados a lo largo de los milenios y manipulados por los representantes religiosos al capricho de la ideología dominante y del ego de sus predicadores.
Ello, para Onfray, se puede apreciar claramente a través de la persona de San Pablo, que ha proyectado en sus Epístolas sus neurosis e histeria. Originalmente anti-cristiano, San Pablo descubrió en un momento, que, según Onfray, "deriva de la pura patología histérica", la existencia de Dios mientras deambulaba en dirección de Damascos en busca de sí mismo. Onfray afirma que las posiciones que el santo adopta en sus Epístolas y su innegable aversión hacia el sexo femenino son la expresión de alteraciones psicógenas y de profundos complejos comunes a toda persona con carácter antisocial.
El trastorno obsesivo-compulsivo de Pablo hacia la mujer y todo lo relacionado con el sexo con ella lo llevó a degradarla mediante la difusión de una Eva carnal y corrompida por el placer físico, que, a causa de su naturaleza lujuriosa, provocó la caída del humano y su condena a sufrir en la tierra. Y por lo tanto, el Santo, que era hostil hacia las mujeres y se odiaba a sí mismo por su fealdad, dio forma por medio de sus Epístolas a un mundo diseñado en función a su neurosis: una tierra "enfermiza, misógina, masoquista".
En otras palabras, al aborrecer a su propia persona([9]) y trasferir este odio hacia “el mundo, la vida, el amor, la libertad, la independencia, la autonomía y la inteligencia", San Pablo fue llevado a preconizar todo lo contrario, es decir un cielo inaccesible, un mundo lleno de odio, la sujeción de los hombres a la pulsión de la muerte, la obediencia llevada a un grado de imbecilidad y la abstinencia ([10]).
Pero otra posición medular preconizada por San Pablo y que tendría consecuencias desastrosas para el bienestar de los hombres, es la que reivindica cuando predica la obediencia del hombre hacia el ocupante. "Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios". Ello no quiere decir ni más ni menos que "Paga bien tus impuestos al ocupante romano, consiente a la suscripción de las armadas y a la sumisión de las leyes del Imperio" y entrégate a Dios, dándole tu cuerpo y alma sin protestar. Desobedecer a esos mandatos, ir en contra de toda autoridad temporal, aún si su política es la de ocupar territorios de manera ilegítima, significa "ir en contra de Dios".
En cuanto a Jesús, su vida se debe a la imaginación de San Pablo, porque en realidad el “hijo de Dios” no tiene existencia histórica. Jesús es una utopía religiosa que alimenta las histerias y sustenta la filosofía dominante de la religión cristiana. Las presuntas pruebas de su paso sobre la tierra (sudario, tumba…) fueron refutadas por la ciencia.
Entonces, afirma Onfray, las Epístolas de Pablo resultan ser una mera "histeria sublimada en construcción de una neurosis social", "donde Jesús, secuestrado por Pablo, toma forma" y cristaliza el pensamiento entreguista y sumiso que emana de su Mefistófeles. Los preceptos que Pablo pone en la boca de Jesús según los cuales "a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra", y "al que quiera buscar pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa" proceden del mismo espíritu de sometimiento y resignación que aquello que emana del famoso imperativo “dad al César lo que es del César".
Es en virtud de esa subordinación del pueblo cristiano, que resulta práctica y útil a toda persona ávida de dominación, que el emperador Constantino se convirtió a la religión cristiana. El Emperador entendió “lo que se puede obtener de un pueblo dócil, disciplinado, que obedece sin protestar a la invitación de San Pablo de someterse a las autoridades temporales, que acepte la miseria y la pobreza con una abnegación que se asemeja a la imbecilidad, que se sujete a los magistrados y funcionarios del Imperio”.
Constantino vio la ventaja que representaba el lograr “prohibir al pueblo toda desobediencia temporal alegando que la protesta representa una injuria e un insulto dirigidos a Dios, e incitarle a acomodarse con el esclavismo, la alienación, las desigualdades sociales".
Asimismo, Constantino integró la religión a la política para servir mejor sus intereses belicistas y de dominación. La influencia política ejercida por la religión y sus instancias terrestres permitió que éstas gozaran desde su creación de prerrogativas seculares, como las de ser exentas del pago de impuestos y de disponer, sin necesidad de rendir cuenta a nadie, de las donaciones que se les hacen.
De ahí la propensión de la Iglesia a congeniar con cualquier tipo de régimen político, aun si ello significaba ser directamente o implícitamente cómplice de la realización de orgías genocidas tal como las originadas por las cruzadas, la inquisición y el espíritu conquistador de Occidente. Los representantes de "Dios en la tierra", que éste se denomine Yahvé, Dios o Allah, siempre participaron, en nombre de la religión, en extensas matanzas, en el establecimiento del esclavismo, en la sujeción de pueblos enteros, y quedaron impunes.
Tenemos que reconocer que en su trabajo Onfray hace un estudio serio de la Biblia, del Corán, de la Torah, libros cuya presunta misión es, según los religiosos, la de difundir una enseñanza dizque impregnada de pacifismo, altruismo y humanismo. No obstante, el autor demuestra que muy fácilmente se puede invalidar este tipo de postulados con una simple investigación de los hechos históricos y con contra-argumentos sacados de los mismos libros sagrados. Como lo afirma Onfray, éstos presentan tantas contradicciones que parecen haber sido escritos para idiotizar a la gente y sustraerle toda capacidad de crítica.
Esta aseveración es particularmente pertinente si se considera que las autoridades religiosas pretenden que los libros "sagrados" fueron escritos por Dios mismo, o por sus profetas a quienes Dios les hubiera susurrado al oído los textos sagrados.
Estas enseñanzas embrutecedoras, que se transmiten desde la niñez a través del catecismo, tienen en verdad por función la de obligar a la gente a obedecer incondicionalmente a sus dogmas y de esterilizar toda reflexión crítica en cuanto al contenido de esos libros. Porque en realidad, nunca se dice que tanto la Biblia como la Torah necesitaron más de un milenio para ser finalizadas, ni que ningún de los evangelistas ha conocido a Jesús durante la presunta vida de éste.
Tampoco se informa a los fieles que el Corán no es contemporáneo del profeta Mohamed, sino que fue elaborado a lo largo de varios siglos y resulta ser el producto de una mera voluntad de homogeneizar de manera arbitraria los numerosos coranes que surgieron en las diferentes regiones de Medio Oriente y cuyo contenido era el reflejo de la idiosincrasia de las zonas de las cuales emanaban.
La razón de este encubrimiento tiene un propósito bien preciso. Y es que, al disimular la manera de cómo, cuando y por quienes esos libros fueron concebidos, se les hace "atemporales", como lo es el Dios que los hombres crearon, y se borra así todo rasgo de intervención humana a fin de que impere el principio inverosímil de la “proveniencia divina" ideado por los representantes de Dios.
Al final, una cosa resulta clara del libro de Onfray: esas historias de Dios, Jesús, y de los libros que forman los cimientos de las tres religiones monoteístas, son un gran fraude, y solamente sirven para volver al mundo ajeno a su realidad a fin de dominarlo mejor.
A pesar de la variedad de los argumentos expuestos y del amplio trabajo de investigación realizado por Onfray para sustentar la tesis de la necesidad de promover un ateismo hedonista militante que apunte hacia la abolición de la religión castradora y la realización de hombres y mujeres emancipados y libres de realizar plenamente sus pulsiones vitales, se le puede reprochar un aspecto fundamental: el libro carece de la substancia y estructura que harían de él un verdadero "Tratado", tal como lo promete el título.
Onfray no elabora ninguna propuesta concreta que indicaría cómo alcanzar una conciencia atea desprovista de la alienación religiosa. El autor recomienda asumir un comportamiento que, contrariamente a la posición de los denominados ateístas, no sea "anti-religioso", porque el ateismo debe definirse como una línea en sí y no en función a otra religión.
Asimismo, Onfray propugna la necesidad de darle a la filosofía, como método de entendimiento del mundo a través de la razón, la prioridad sobre la religión. En este sentido, declara el filósofo, es preciso dedicarse a la ética epicuriana y perseguir una "ontología materialista", una "física de la metafísica".
Las ventajas que la teoría de la inmanencia presenta harán que ésta prevalezca y se imponga sobre la religión del pensamiento único, cuyo objetivo es destruir la conciencia creativa del hombre aniquilando el materialismo inherente al hombre para anteponerle un ideal inmaterial e imposible de alcanzar.
Es solamente dentro de un mundo regido por un ateismo de esta índole que el hombre podrá, como humano, realizarse física, mental y espiritualmente, sin tener que reprimir sus deseos materiales, como lo está haciendo hasta ahora por culpa del pensamiento judeo-cristiano que nos domina.
Ello suena interesante, pero, ¿como se logra? ¿A través de que tipo de sociedad? ¿Y de que tipo de organización política y cultural? Onfray no lo dice.
[1] Michel Onfray es filósofo y renunció en 2002 a su puesto en la Universidad Nacional en 2002 para crear la Universidad popular de Caen en Francia
[2] Michel Onfray. Traité d’athéologie. Physique de la métaphysique. Editions Bernard Grasset et Fasquelle. Paris. 2005
[3] Contrariamente a los no-cristianos, los primeros cristianos no fueron sujetos a grandes matanzas, a pesar de la propaganda cristiana en sentido contrario. Esta información falsa, en cuanto al número de sus miembros muertos por persecuciones que siempre más investigadores ponen al descubierto gracias a pesquisas de diversas índoles, sirvió para reivindicar los pretendidos derechos de los cristianos frente a la humanidad entera y para afirmar su poder. En realidad, las víctimas apenas sobrepasan los miles de condenados.
[4] Aunque en el caso de la religión islámica, esas operaciones ocurrieron en menor medida.
[5] Ver La civilisation de la Renaissance. Jean Delumeau. Editions Arthaud. Paris. 1967.
[6] Ver Jochen Winter. La création de l’infini. Giordano Bruno et la pensée cosmique. P.31-39. Calmann-Levy. 2004.
[7] Sartre y De Beauvoir vivían juntos y nunca contrajeron matrimonio ni procrearon. El escritor André Gide era bisexual y fustigaba los valores católicos y burgueses.
[8] Evangelio según San Lucas (XI, 23)
[9] Analistas expertos en historia pretenden además que era inculto y que probablemente sus Epístolas son producto de su dictado, puesto que no sabía escribir.
[10] Como lo reveló él mismo en su Epístola a los Corintios, San Pablo sufría de una “astilla que Satán le habría colocado en el cuerpo”, lo cual, según el filósofo francés, revela la fuerte presión de deseos sexuales que no podían realizarse. Es menester mencionar que los religiosos que practican la abstinencia hablan de "picaduras en el cuerpo" cuando la pulsión sexual se manifiesta, a lo cual remedian flagelándose a fin de apaciguar el deseo.
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